Casi para despedir un verano de películas basadas en juguetes y comics de puro entretenimiento, nos llega, por fin, una película basada en el modelo de Kant del idealismo trascendental. Más o menos…
En su Crítica de la razón pura (1781), el filósofo alemán Immanuel Kant advirtió que nuestra mente influye en los objetos conocidos construyendo a su alrededor un orden que no poseen, y que más allá de la realidad conocida hay otra realidad plena, independiente de nuestro pensamiento, incognoscible pero cierta: la cosa en sí.
Lucy, la nueva película de Luc Besson, se trata de una mujer joven cuyo cerebro alterado se convierte en lo suficientemente potente como para ver el mundo como realmente es –y resulta que el mundo realmente es… como una película de Luc Besson-. La trama se ha inspirado en el viejo mito de que los seres humanos usan sólo el 10 por ciento de su potencial capacidad intelectual, que es algo, prepotencia humana aparte, que como todos los mitos en el fondo refleja nuestro miedo más profundo acerca del universo y nuestro papel prescindible dentro de él.
El personaje principal, interpretado por Scarlett Johansson, es una estudiante en Taipei, y cuando nos la encontramos, parada en las escaleras de un hotel con un estúpido sombrero de vaquero, su maquillaje y con estampado de leopardo de la chaqueta manchada, todo nos dice que es un personaje habituado a tomar malas decisiones. Efectivamente, ella se mete en un lío y acaba sirviendo como mulera de una organización criminal, llevando una bolsa de cristales de color azul -“algo por lo que los niños en Europa se van a volver locos,” dice el jefe de la banda, interpretado por la estrella de Oldboy Choi Min-sik.
Accidentalmente una enorme dosis de la droga experimental es absorbido en su torrente sanguíneo, y su cerebro va a toda marcha. Los efectos secundarios incluyen: lectura de la mente, la capacidad de manipular la materia a una distancia, y la tendencia a burbujear como un Alka-Seltzer humano.
Mientras los poderes latentes de Lucy comienzan a manifestarse, un neurocientífico eminente, interpretado por Morgan Freeman, se encuentra dando una conferencia sobre habilidades extremas de la mente en un liceo de París. Esta materia, dice, es lo que sucede cuando el cerebro alcanza el 20 o el 30 por ciento de su capacidad operativa. “¿Qué sucede en un 100 por ciento?” Un estudiante le pregunta. “Bueno, estamos llegando a los reinos de la ciencia-ficción”, responde el profesor. “No lo sabemos.”
Contradiciendo al personaje de Freeman, Besson tiene algunas ideas, y la película va ganando velocidad y acción, con un ritmo eufórico y una potencia que choca con con el aplomo impasible de Johansson, hacia ese horizonte de eventos neurológicos. Como Lucy se vuelve cada vez más agudamente consciente del mundo a su alrededor, los ojos de Johansson escanear las caras de las personas a su alrededor, si sus alumnos están ratón triples en busca de puntos de acceso a hacer clic en. Difícilmente se puede esperar a que suba al volante de un coche: cuando por fin lo hace, es en París en medio de la hora punta, y se teje entre el tráfico en sentido contrario, como un perro de ovejas a través de un slalom.
En una nota adjunta al guion de rodaje, Besson describe Lucy como una película en tres actos: “El comienzo es Leon el profesional (1994), el centro es Origen (Inception, 2010), el fin es 2001: Una odisea del espacio” Eso no solo es admitir con honestidad la familiaridad de las ideas de la película, sino también un alarde sobre el nivel tan alto al que la película espera pellizcar. Además de las citadas por Besson, se podría fácilmente haber citado Akira de Katsuhiro Otomo, El árbol de la vida de Terrence Malick o la Matrix original de los hermanos Wachowski como precursores legítimos de Lucy. (También tiene un parecido con Sin límites (Limitless, 2011) de Neil Burger protagonizada por Bradley, en el que un medicamento también se utiliza para romper la mítica barrera del cerebro de 10 por ciento, aunque Besson ha dicho en entrevistas que su guion es anterior a la película de Burger)
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